Cuento sin nombre
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Iniciaría mencionando el nombre del lugar donde ocurrió, pero es un lugar tan remoto que ni sus mismos habitantes recuerdan su nombre, lo único que cabe resaltar de este lugar son sus viejas y abandonadas vías del tren, las cuales mi mejor amigo y yo habitábamos como nuestro segundo hogar. Él era la única persona que valía la pena conocer, el resto de pobladores eran gente sin metas, personas a las cuales no les interesaba encontrar un motivo para vivir que les hiciera querer abrir los ojos en la mañana, además no tenían ambición alguna. Por suerte, Ramiro era un aventurero de corazón.
-Mire lo que encontré en el cajón de mi vieja- Oí como Ramiro sacaba un frasco con píldoras de su maleta.
-¿Usted sigue con lo mismo? ya le dije que dejara eso, que es para su mamá - repliqué, luego de broma dije- un día va encontrar algo que no querrá haber sabido y no podrá dormir.
-Cállese - me empujo mientras reíamos-.
Llegamos a la parte de las vías donde nos alcanzaba la sombra de unos árboles que estaban plantados en unos tumultos de tierra - eran como dos paredes a los lados del camino, que a veces escalábamos y ya en la cima podíamos divisar nuestro pueblo desahuciado-. Nos recostamos colocando la cabeza en el riel boca arriba, la sombra de esas altas ramas llegaba a nuestros rostros, amaba cuando a través de esas ramas se abría espacio un fuerte viento: imponiéndose. Pero ese día lastimosamente no fue así, se sentía diferente.
-Pero estas son diferentes a las que tomaba antes, no ve que mi vieja está cada vez más loca -continúo emocionado - cuando fue a la capital con mi hermano para esa cita, el doctor ese le dio estas pastas para que se tranquilizara.
-¿su mama esta tan mal?- pregunte desconcertado - cuando he ido a su casa parecía una persona normal.
-Porque tomaba pastas, pero últimamente ya no hacían el mismo efecto que antes, se ponía histérica y toda neurótica -alzó las pastas, las admiró con la luz que atravesaba los arboles- imagine lo buenas que deben ser estas vainas, la dejan dócil; parece un zombi.
- Usted no debería tomar eso, la enferma es su mamá no usted -me senté para verlo con una mirada seria- las pastas anteriores le estaban afectando la cabeza, por eso es que anda por ahí como un bobo adormilado que no recuerda nada.
-Ay no sea amargado, usted sabe que yo era feliz mientras tomaba las pastas, y si yo soy feliz usted también lo es, y si usted es feliz su Dianita será feliz... así que hágalo por ella.
Puede que fuera un idiota muchas veces pero aun así no valía de mucho enojarme con él, era lo único valioso que tenía, él y mi Dianita.
-Hablando de Diana, la voy a ver, hoy llega de la capital así que hablaré con ella para ver si nos podemos devolver juntos -me levanté y mandé mi mano para chocarla con la de él, pero me sostuvo la mano.
-no sea así, véala mañana –reclamó- ¿Por qué se va a largar del pueblo? ¿Acaso piensa abandonarme en este hueco ?...
-vénganse entonces conmigo, me canse de este "hueco" estoy listo para buscar algo mejor -me soltó e hizo una seña de aprobación con la mano, después comencé a alejarme- pero eso sí, deje de tomar esas pastas que no necesita, y me lo llevo.
- ¡Uy! ahí si me la puso difícil, pero listo hermano –rió un poco- entonces me despediré hoy de ellas con broche de oro... la última probada en las vías del tren.
-más le vale, porque esas pastas lo van a terminar matando.
¿Han oído la expresión "las palabras tiene poder"? Después de un gran suceso uno se pregunta ¿pude haber hecho algo al respecto? ¿Acaso pudo haber sido mi culpa? ¿Es verdad que las cosas suceden por alguna razón? pero ¿quién puede responder esto? con una simple mente humana no podríamos llegar a una respuesta acertada.
A la mañana siguiente, luego de haber visto a mi Dianita y hablar sobre el viaje a la capital de los tres, me encontré con la lúgubre noticia: que decidieron reemprender el camino por unas vías de tren que pasaban por un viejo y olvidado pueblo sin nombre donde un joven de corazón aventurero tomaba su última prueba de felicidad.